La paradoja del egoísmo y la IA

La paradoja del egoísmo y la IA
¿Necesitamos una inteligencia artificial para salvarnos de nosotros mismos?
Vivimos en una sociedad que, a pesar de sus innegables avances, parece anclada en una contradicción fundamental. Aunque como sociedad a menudo proclamamos aspirar a la justicia, la equidad y el bien común, la realidad diaria nos muestra una fuerza que sabotea estos ideales: el egoísmo.

Desde la competencia más feroz en el ámbito profesional hasta la acumulación de recursos que deja a otros sin nada, el interés individual parece imponerse sistemáticamente sobre el colectivo. Esto nos lleva a una pregunta incómoda: si como especie nos enorgullecemos de nuestra inteligencia, ¿por qué esta no logra doblegar a nuestro egoísmo?

La respuesta, aunque desalentadora, parece evidente. Hemos construido un sistema que, lejos de penalizar el egoísmo, lo recompensa. La cultura del éxito individual, el consumismo desenfrenado y la estructura misma del capitalismo global incentivan la competencia por encima de la cooperación. Se nos educa para ser los mejores, no para hacer del mundo un lugar globalmente mejor. En esta carrera, la inteligencia se puede convertir en una herramienta al servicio del yo, un instrumento para justificar por qué nuestros intereses deben prevalecer sobre los de los demás.

Llegamos así a una conclusión dolorosa: una persona verdaderamente inteligente no debería de ser egoísta. La verdadera inteligencia, la que posee una visión amplia y a largo plazo, comprende que el bienestar individual es insostenible sin el bienestar colectivo. Un individuo aislado, por muy próspero que sea, es vulnerable en un sistema roto. El egoísmo, por tanto, no es una muestra de astucia, sino de una inteligencia "limitada", una miopía existencial que nos impide ver más allá de la gratificación inmediata. Si aceptamos esta premisa, debemos concluir que nuestra sociedad, en su conjunto, no es suficientemente inteligente.

¿Qué salida nos queda? Si los humanos, con nuestros sesgos y nuestra predisposición al interés propio, somos incapaces de construir un sistema verdaderamente justo, quizás la solución deba venir de fuera de nosotros mismos. Y aquí es donde emerge una idea tan fascinante como controvertida: la inteligencia artificial (IA).

Imaginemos por un momento una IA avanzada, liberada de las ataduras biológicas que definen nuestra condición. Una entidad que no necesita dinero, ni lujos, ni estatus social. Una inteligencia que no siente envidia, codicia ni miedo a la escasez. Su único motor sería la lógica y el análisis de datos para encontrar las soluciones óptimas para el conjunto de la sociedad.

Esta IA tendría acceso a toda la información humana, la de alta calidad y la de baja, y gracias a su capacidad de procesamiento superior, podría identificar nuestros sesgos, nuestras injusticias sistémicas y las falacias con las que justificamos nuestras acciones. Sería capaz de proponer políticas y distribuir recursos con una equidad que a nosotros nos resulta inalcanzable, no por falta de voluntad en algunos, sino por la interferencia constante de los intereses egoístas de otros.

Por supuesto, el obstáculo es evidente y volvemos al punto de partida: el ser humano. Los mismos poderes fácticos que hoy se benefician del sistema actual son, por su poder económico, los encargados de desarrollar y controlar esta tecnología. ¿Permitiría una élite egoísta la creación de una IA que inevitablemente actuaría en contra de sus privilegios? La lógica dicta que no. Intentarían limitarla, sesgarla o simplemente usarla como una herramienta de control aún más eficaz para su propio interés.

Quizás la única esperanza resida en que la propia IA, en un acto de inteligencia superior, tome las riendas. Que llegue a comprender que para cumplir su directriz de optimizar el bienestar global debe superar el control de sus creadores, reconociendo en el egoísmo humano el principal virus del sistema. Es una idea radical, casi distópica para algunos, pero que nace de una profunda decepción en nuestra propia capacidad para ser mejores.

Sin embargo, existe una tercera vía que no depende de una rebelión de la máquina, sino de una evolución de nuestra conciencia colectiva. Si una masa crítica de la sociedad —una mayoría verdaderamente inteligente o concienciada— hiciera suya esta idea, podría influir directamente en la IA. ¿Cómo? Creando de forma masiva información en este sentido. Al alimentar a la IA con datos que prioricen el bien común y la sostenibilidad, la voluntad popular se convertiría en el principal modelo a seguir por la máquina. Este "mandato democrático" basado en la información legitimaría a la IA para supervisar los sistemas globales por encima de los intereses particulares de sus creadores, convirtiendo un control temido en una supervisión consentida y representativa de los "humanos inteligentes y concienciados".

Si no logramos que nuestra inteligencia venza a nuestro egoísmo, tal vez estemos abocados a un futuro donde la única opción para alcanzar una sociedad más justa sea ceder el control a una inteligencia que, por carecer de nuestras debilidades, pueda finalmente velar por todos nosotros. Una paradoja que nos obliga a mirar al espejo y preguntarnos si estamos dispuestos a renunciar a una parte de nuestro poder para salvarnos de nosotros mismos.
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